Vendedores callejeros con gafas de sol y bolsos marcan muchos rincones de Palma, pero las consecuencias para los dueños de tiendas, el orden y la imagen de la isla son mayores que un simple trato rápido.
Cuando una venta rápida destruye el negocio
Antes o después, todo turista se topa con las mantas en el Paseo Marítimo o con los puestos improvisados bajo la catedral. Gafas de sol por diez, bolsos por veinte, relojes que a los dos días ya acumulan polvo. Se reconoce el patrón: para las personas que están allí, a menudo es un intento de sobrevivir de alguna manera. Para los comerciantes con inscripción fija en la Calle Sant Miquel o junto a la Plaza Mayor, es una amenaza existencial.
Quien paga el alquiler, paga impuestos y tiene empleados, pierde clientes ante la oferta rápida y no gravada de la calle. Y no es solo un problema económico: socava la confianza en las reglas que sostienen nuestra ciudad. Si dos estándares rigen —uno para los vendedores callejeros, otro para carteristas organizados o generadores de ruido— al final sufre la credibilidad de todas las autoridades.
Controles selectivos y la sensación de injusticia
En las primeras horas de la mañana a veces se ve a brigadas de policía hábiles recogiendo mantas y incautando mercancía. Bien hecho: las leyes se aplican. Pero sobre todo por la noche, cuando en la Playa de Palma grupos hacen ruido o se denuncian carteristas en el casco antiguo, a menudo falta presencia. Un vecino en La Lonja me dijo recientemente: "Parece que solo golpean donde la imagen es buena para las cámaras". Una observación dura y no del todo descartable.
El problema es complejo: se trata de trabajo y pobreza, de redes organizadas, de comportamiento de los turistas y de la autoimagen de la isla. Quien solo responde con redadas olvida que la oferta en la calle ya es parte de un sistema —con intermediarios, traslados en barco y puestos en patios traseros. Contra estas estructuras, un desalojo matutino no basta.
Qué sería creíble
Un concepto eficaz debería conectar varias capas: controles visibles y regulares donde los problemas son más graves; sanciones claras contra estructuras organizadas; pero también trabajo social y alternativas legales para las personas que de otro modo solo conocen la venta callejera. Y muy importante: una comunicación que explique por qué son necesarias ciertas medidas, en lugar de dar la impresión de que solo se quiere atacar objetivos "fáciles".
No soy ingenuo: no habrá una solución fácil. Pero si Palma y los lugares principales quieren seguir pareciendo creíbles, entonces las reglas deben aplicarse de forma uniforme. De lo contrario quedará la sensación: es más fácil quitarle a alguien unas gafas de sol baratas que abordar los grandes problemas. Y eso no ayuda ni a los comerciantes ni a los dueños de tiendas ni a los visitantes que esperan una isla justa.
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